Aquí donde me veis, siempre he sido un conquistador, un enamoradizo y un ligoncete de playa...hasta que me encerraron en la suave cárcel de amor en la que aún me hallo hoy.
De niño, quizás por el ambiente de mi casa, yo pensaba que las mujeres no habían sido adornadas con el don de expeler gases: recuerdo que tanto en la EGB como en el Bachillerato los chicos pugnábamos por ver quién se rajaba más fuerte, y en ello iba, en parte, nuestra virilidad. Sin embargo, nunca oí peerse a nadie del dulce sexo.
En mi juventud me dediqué, entre otras cosas, a correr fondo. Me entrenaba por aquel entonces en el antiguo polideportivo de Chapina, hoy convertido en cauce del Guadalquivir. Recuerdo que en aquella época me gustaba una chica, cuyo nombre no desvelaré porque yo soy un caballero.
Salíamos a calentar por los recovecos térreos del polideportivo y yo solía ponerme detrás de la interfecta, y así, con la visión de aquel culete divino,calentaba más y mejor.
En una ocasión, mi amiga no se percató de que tres de los atletas íbamos corriendo tras ella, y, a la vuelta de un repecho que había junto al polideportivo, vació sus intestinos (en lo que a materia gaseosa se refiere) con tal ánimo y fruición que mis amigos y yo caímos rendidos a sus plantas, auténticamente descojonados. Ella se dio cuenta; yo, por mi parte, deje de amarla...